A la estrella de Güiraldes
Luz feliz hoy resguarda
del mundo al afectuoso,
y éste del hondo abrazo y
brújula en la estima.
Estaba en sus palabras, y
era el último
en tornar de las voces
compañeras.
Desde su vida al cielo no
anduvo mucha andanza.
Ahora restañamos dulzura
de su herida,
y de su herida estrella
claridad restañamos.
Libre de horas trabaja con
ternuras lejanas,
y su felicidad sube las
primaveras
sobre estos campos que lo
rememoran
mirándose en un canto,
cuando el llano se olvida
de la luz
y algún pájaro empieza la
tristeza...
Esto, en la tarde que anda
deshecha en los juncales.
Seña de eternidad,
cierta en su vida más que
en esta imagen.
Ya se ha vuelto un
virtuoso del espérame,
como luna en las aguas y
brisa del poniente.
Ahora he visto un ángel
tejiendo la mañana
para sus campos de pasión
sin dueño.
Con su emoción regula
el destino suspenso de las
aves
y el porvenir aéreo de las
flores.
Una estrella insistente
sobre el llano
hoy es su explicación y
comentario.
La
rosa infinita
Había una niñez, unos jinetes y árboles
-también sus cariñosos-,
un portal conocido por sus flores,
algún abrazo aquietado entre perfumes
y la sombra central de la madre.
Las miradas seguían
el tránsito dichoso de la aurora
y el decaimiento de las azucenas.
Quien entraba buscando los cariños de adentro
debía pasar
bajo aquella herradura de la suerte
que a través de los años sostenía
los bienes de la casa.
Recuerdo la escondida frescura del aljibe:
en su hondura temblaban nuestras risas
y un eco más profundo tenían las tormentas.
El zorzal prisionero, en el tiempo agradable,
ensalzaba los montes natales.
Desde nuestras esquinas se contemplaba el campo.
Había claras mañanas, sucesos de esplendor,
atravesadas siempre de carros y silbidos,
y en el umbral alguno se tardaba,
callado frente al pueblo
y admirando a esos hombres que entraban con un canto
en que había una morocha prendada de un paisano.
Esto era en la provincia,
en la infinita rosa donde se holgó la infancia.
El campo se daba a la brisa
y el alba era cantora
en los árboles del fondo de la casa.
Las crecientes, los soles, las incansables aguas
conmovían al viejo vecindario,
y el hombre trabajaba con dulzuras
en aquella quietud de esplendores durables.
(En todo lo que diga estará el cielo,
pues era en la provincia,
las bandadas cruzaban una luz melodiosa
y eran los años vueltos hacia el campo).
En los desnudos brazos que el verano vencía
jugaban los reflejos
y vi pasar la imagen de la siesta.
Las calles empezaban con sol y jovencitas.
Una clara sonrisa
a veces detenía tormentas de jinetes.
Entre buenos recuerdo viene un hombre del monte,
y no quiero olvidar esos rosales
en cuya hondura generosa
nosotros y los pájaros andábamos.
Había una niñez, una fronda y sus amigos,
luces a las personas semejantes,
una boca pensando virtudes y pecados,
y en el invierno, el reino
de los cantos distraídos.
Aquí rememoro un galope
cortando la sensible medianoche
y el viento enloquecido en los parrales.
En el verano, la unidad de la alegría.
También las sucesiones afectuosas
de los brazos ligados,
y las glicinas, en el segundo patio,
junto a la cadena del pozo,
en sus avisos de agua tan sonora.
El cielo en nuestras predilecciones.
Sabíamos algunas palabras
para ayudarlo a Dios.
Libro: Conocimiento de la noche (1956)
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